La religión del voto

La religión del voto

Una cuestión de fe.

Imaginemos una persona que se declarase como no creyente, escéptica o atea, y que tuviese la intención abierta de iniciar una línea de acción definitiva encaminada a luchar contra la intromisión ilegítima de la iglesia en nuestras vidas, y también para hacer más irrelevante el poder coactivo de la iglesia en nuestra sociedad… ¿Qué pensarías si esa persona nos expusiera el siguiente planteamiento?

“Piénsalo bien, que tú decidas no ir a misa eso no va a hacer que acabemos con la iglesia, ni va a impedir que dicha institución siga manteniendo oscuros acuerdos económicos con otros poderes, ni va a evitar tampoco que siga obteniendo toda clase de privilegios y beneficios a nuestra costa. Asúmelo, todo seguirá exactamente igual independientemente de tu obstinación con no ir a misa. Por tanto, la actitud inteligente y correcta que deberíamos asumir, sería ceder y comenzar a ir a misa religiosamente siempre que podamos, y así al menos podríamos participar de alguna forma en el proceso y aportar lo posible de nuestra parte para ir cambiando la institución, o… ¡incluso mejor aún! ¡podríamos presentarnos a monaguillos e intentar ir cambiando la iglesia poco a poco desde dentro! Sin duda, esa sería la única forma real de cambiar las cosas”.

Suena todo muy lógico y coherente, ¿verdad? Tras este disparatado razonamiento, lo más probable es que diéramos por hecho que nuestro interlocutor se encuentra gravemente alterado por ingentes cantidades de alcohol u otras drogas, o sencillamente que ha perdido toda capacidad de raciocinio. Sin embargo, el mismo incongruente razonamiento parece que se asume con mayor naturalidad cuando lo aplicamos a otras instituciones. Por ejemplo, probemos a cambiar en el texto “ir a misa” por “votar en las elecciones”, “iglesia” por “gobierno corrupto” y “monaguillo” por “candidato a las elecciones”. Y así es como hubiera resultado la misma exposición:

“Piénsalo bien, que tú decidas no votar en las elecciones eso no va a hacer que acabemos con el gobierno corrupto, ni va a impedir que dicha institución siga manteniendo oscuros acuerdos económicos con otros poderes, ni va a evitar tampoco que siga obteniendo toda clase de privilegios y beneficios a nuestra costa. Asúmelo, todo seguirá exactamente igual independientemente de tu obstinación con no votar en las elecciones. Por tanto, la actitud inteligente y correcta que deberíamos asumir, sería ceder y comenzar a votar religiosamente siempre que podamos, y así al menos podríamos participar de alguna forma en el proceso y aportar lo posible de nuestra parte para ir cambiando la institución, o… ¡incluso mejor aún! ¡podríamos presentarnos como candidatos a las elecciones e intentar ir cambiando el gobierno corrupto poco a poco desde dentro! Sin duda, esa sería la única forma real de cambiar las cosas”.

¿A que este mismo razonamiento, expuesto así, ya nos resulta más familiar y cotidiano? Hasta el punto de que, como un molesto e insistente reloj de cuco, se nos repite hasta la saciedad cada cuatro años. Se nos insiste incluso desde sectores pretendidamente transformadores y activistas, y aún después de comprobar año tras año en qué clase de monstruo social está derivando este “justo y avanzado” sistema de democracia representativa. Y digo yo que… ¡ya está bien de contarnos películas! ¿no? Y ya está bien de creérnoslas.

Reconozco que, en mi caso, me costó darme cuenta de semejante dislate, porque así es cómo nos han enseñado que funcionan las cosas desde que eramos pequeños. Pero, incluso sin necesidad de la inevitable rebeldía que se nos despierta ante situaciones injustas, tan sólo a partir de la humildad de la persona que desea conocer y aprender para entender cuanto le rodea, y asumiendo el valor necesario para cuestionar los dogmas con los que crecimos y, sin más, dimos por hecho, tan sólo con ello podemos ser capaces de empezar a cambiar las cosas, de permitir que ocurran. De provocar transformaciones en ti misma y en tu entorno, para mejorarlo, y hacerlo más amigable y menos dañino para ti y para los tuyos, sin tener que condicionar para ello a otras personas en contra de su voluntad. Así como, por supuesto, no tener que depender tampoco de terceras personas para que den solución a tus propios problemas al mismo tiempo que a los problemas de otros más de 40 millones de personas. Y máxime cuando esas personas que nos prometen soluciones globales son precisamente las que más trabas nos ponen a nuestra capacidad para poder desarrollarnos como personas plenas, para poder aportar soluciones y resultados válidos para nuestro entorno, para poder ser y sentirnos útiles, para poder avanzar, crecer como personas y como comunidad, y alcanzar un mínimo de autonomía, de responsabilidad propia y de madurez social.

¿O seguimos esperando, como eternos infantes, a que nuestro señor padre nos diga cómo habrán de ser las cosas, tan sólo a cambio de unas cuantas migas (u hostias) del pan de cada día y de que nos cuente algún que otro cuento (o parábolas bíblicas) para dejarnos con la conciencia tranquila antes de irnos a la cama?

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